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Lo deben haber dejado en las puertas del Monumental envuelto en papel celofán, dentro de una cajuela con la leyenda de “Cuidado, frágil”. En la cancha, el viento se embolsaba en su casaca siempre holgada, y lo arrastraba como una pluma liviana hacia las libertades que el fútbol de aquellos equipos riverplatenses no solo otorgaban, sino que también exigían. Loustau era una marioneta insólita. Un títere desgarbado que nunca enredaba sus piolines al describir arabescos extraños con el balón en sus pies o transitando durante 90 minutos distancias inverosímiles, dignas de los atletas mejores dotados, cosa que él no era.
La prensa deportiva, siempre tan afecta a la exageración en el calificativo, jamás estuvo tan certera a la hora de crear un apodo. Chaplín. Así y todo, Felix Loustau jamás convocó a la risa o al llanto, y si al respeto y la admiración. Tenía el físico de un jockey y cuando salía a la cancha parecía más una mascota que un jugador. Menudo, casi escuálido, sus piernas eran dos escarbadientes coronados en su base por un bollo de media arremangada, que descubría al apetito voraz de los zagueros, sus canillas peladas, a fuerza de barrio y potrero.
Pocos recuerdan un jugador tan extraordinario en su genialidad y su valentía. Travieso con el esférico atado a los botines, desequilibraba con su gambeta sin perfiles, su freno en seco y su toque preciso para la habilitación o el remate. Era veloz en la ida, pero también lo era para la vuelta. Los corría de atrás levantando tierrita de sus botines, arriesgaba el cuerpo sin miedo, metía la chaucha pese a saberse en desventaja física y cuando terminaban los partidos lo tenían que juntar en pedacitos y armarlo en el vestuario.
Fue un ignoto dirigente llamado Juan Pagels quien lo arrimó desde Avellaneda. Se probó de 3 hasta que el ojo sagaz del maestro Peucelle lo reubicó en la banda izquierda del ataque. Simplemente descubrió oro. Loustau fue la pieza final que ensambló la más perfecta máquina de jugar al fútbol, como lo fue el equipo de River entre las temporadas 1941 y 1946. Cada característica de sus actores se complementaba a la perfección. Muñóz era el silencio. Moreno el carisma. Pedernera el liderazgo. Labruna la explosión. Y, como el George Harrison de los Beatles, Chaplín era la vanguardia, la excentricidad, el misterio, ese detalle raro e irresistible que detentan todas las obras de arte.
Signo de un tiempo romántico e irrepetible, jugó 16 temporadas en la banda. Dio 8 vueltas olímpicas, actuó en más de 350 partidos y superó la línea de los 100 goles. Su despedida –junto a la de Labruna- significó el cierre de una época dorada para el millonario y el preanuncio de un oscuro período de casi dos décadas. En 1957 le dieron en pase libre y se retiró 6 meses mas tarde jugando para Estudiantes de La Plata. Lo mandaron a laburar en un rinconcito de AFA, con esa particular manera que tenemos los argentinos de reconocer a nuestras glorias. Murió de viejo en 2003. Nadie sabe como hizo para llegar caminando a Viamonte todos los días, con el peso de la enorme leyenda que sus piernas flacuchas debían transportar.
La prensa deportiva, siempre tan afecta a la exageración en el calificativo, jamás estuvo tan certera a la hora de crear un apodo. Chaplín. Así y todo, Felix Loustau jamás convocó a la risa o al llanto, y si al respeto y la admiración. Tenía el físico de un jockey y cuando salía a la cancha parecía más una mascota que un jugador. Menudo, casi escuálido, sus piernas eran dos escarbadientes coronados en su base por un bollo de media arremangada, que descubría al apetito voraz de los zagueros, sus canillas peladas, a fuerza de barrio y potrero.
Pocos recuerdan un jugador tan extraordinario en su genialidad y su valentía. Travieso con el esférico atado a los botines, desequilibraba con su gambeta sin perfiles, su freno en seco y su toque preciso para la habilitación o el remate. Era veloz en la ida, pero también lo era para la vuelta. Los corría de atrás levantando tierrita de sus botines, arriesgaba el cuerpo sin miedo, metía la chaucha pese a saberse en desventaja física y cuando terminaban los partidos lo tenían que juntar en pedacitos y armarlo en el vestuario.
Fue un ignoto dirigente llamado Juan Pagels quien lo arrimó desde Avellaneda. Se probó de 3 hasta que el ojo sagaz del maestro Peucelle lo reubicó en la banda izquierda del ataque. Simplemente descubrió oro. Loustau fue la pieza final que ensambló la más perfecta máquina de jugar al fútbol, como lo fue el equipo de River entre las temporadas 1941 y 1946. Cada característica de sus actores se complementaba a la perfección. Muñóz era el silencio. Moreno el carisma. Pedernera el liderazgo. Labruna la explosión. Y, como el George Harrison de los Beatles, Chaplín era la vanguardia, la excentricidad, el misterio, ese detalle raro e irresistible que detentan todas las obras de arte.
Signo de un tiempo romántico e irrepetible, jugó 16 temporadas en la banda. Dio 8 vueltas olímpicas, actuó en más de 350 partidos y superó la línea de los 100 goles. Su despedida –junto a la de Labruna- significó el cierre de una época dorada para el millonario y el preanuncio de un oscuro período de casi dos décadas. En 1957 le dieron en pase libre y se retiró 6 meses mas tarde jugando para Estudiantes de La Plata. Lo mandaron a laburar en un rinconcito de AFA, con esa particular manera que tenemos los argentinos de reconocer a nuestras glorias. Murió de viejo en 2003. Nadie sabe como hizo para llegar caminando a Viamonte todos los días, con el peso de la enorme leyenda que sus piernas flacuchas debían transportar.
4 comentarios:
Como tantas otras glorias mereció un mejor recuerdo de parte de los dirigentes del club . Merece llevar su nombre gravado en las tribunas del Monumental .
YO sigo pensando que tenemos que cambiar los nombres de la Centenario - Belgrano y San Martín por otros más acordes al club , así como se hizo con la SIVORI que como jugador ni siquiera le pudo llegar a los talones a Losteau .
En el libro de Peucelle, "futbol todo tiempo" este cuenta una anecdota que lo pinta de cuerpo entero.
Durante la semana chaplin se habia casado, ninguno de sus compañeros lo sabia, cuando llega el dia del partido no aparecia por ningun lado y Barullo va hasta su casa de avellaneda para saber que habia pasado, cuando entra a la casa lo encuentra barriendo la escalera de su hogar y le pregunta que estaba haciendo a lo que don felix le contesta:
Es que me case Don Carlos y ahora tengo que ocuparme de algunas cosas del hogar, cuando termino pensaba salir para la cancha.
de paso les meto el chivo de la remera de Loustau y la de la delantera de la maquina
http://www.centrojas.com.ar/river-plate?product_id=193
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El de arriba era yo
Coincido con Marcelo, en el sentido de cambiar los actuales nombres de las populares y plateas del Monumental por los de nuestras glorias. Es un tema repetido; recién en los últimos tiempos se está destrabando: la Sívori y desde hace poco tiempo un sector de la Belgrano es Amadeo Carrizo.
La Centenario debería llamarse “Dalmassito”, la San Martín “Marcelo de Mendoza” y la Belgrano “Manu”...
Saludos
Gustavo
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