domingo, 1 de julio de 2012

UN AÑO TEMBLANDO


363 días: Procesión por dentro o exteriorización de tanta mierda contenida. Cada millonario del mundo tendrá en su relicario su propio catálogo de pruebas de amor. Ritual de sábados extraviados supeditando el humor semanal a un resultado, a una pasión potenciada en la mala, fundada en la imperiosa necesidad de estar, de acompañar lo que sea, de ser fieles con la camiseta y con todo lo que ella emana. River Plate invitó al desquicio, a la pérdida de la compostura, haciendo que en este casi año imborrable conozcamos las mil caras del amor de la forma más violenta, descarnada y encantadora que pueda existir.   
La B Nacional: Al infierno tan temido hubo que atravesarlo sorteando peligros a cada fecha. 19 equipos, 38 cotejos, todas finales del mundo para adversarios dispuestos a correr hasta la desesperación con tal de una tapa de diario. No obstante, River tuvo todo para que el ascenso decante por si solo con el correr de los partidos, pero sus presiones y (hay que decirlo) las grandes campañas de sus rivales, boicotearon su evidente diferencia de jerarquía. No jugó más desde el partido en Rosario y lo pagó con sufrimiento, pero nadie podrá discutir que al torneo de ascenso más competitivo de la historia lo ganó el mejor equipo.
El equipo: Las llegadas de Trezeguet y Ponzio alternaron planes y esquemas. Lo que era un 4-4-2 inamovible rotó a un 4-3-1-2 o un 3-4-3 o un 4-3-3 según la ocasión. Fue una movida arriesgada. En la 2da rueda River perdió frescura y sorpresa pero ganó –relativamente- en contundencia y clase. Pasó sofocones grosos por una defensa de precariedad alarmante y un arquero dubitativo. Pero siempre fue, apostando al fútbol y la calidad individual, virtud demostrada a medias por culpa de un insoluble defecto: No saber abrir o cerrar los partidos cuando debía.
El mejor: David Trezeguet. Determinante e indispensable para explicar el ascenso. Más alla de todos los elogios ya dispensados, un dato de la realidad lo explica todo: 13 goles en 19 partidos, todos (salvo el 3º a Indep. Rivadavia y el 4º a Desamparados) sirvieron para encaminar, definir o confirmar resultados positivos.
Los referentes: Cavenaghi y Domínguez enarbolaron el estandarte a riesgo de ser los primeros de caer en la volteada ante un hipotético fracaso. Resignaron guita volviendo por la gloria y bancaron con personalidad momentos álgidos. Cavenaghi depreció su nivel con la llegada de Trezeguet, pero fue durante buena parte del torneo (con juego y goles) la figura que esperabamos. Lo mismo cabe para el Chori, pero su habilidad y desequilibrio entraron –sobre todo en la 2ª rueda- frecuentemente en lagunas mentales que lo perjudicaron. Fueron los fundadores de la ilusión del ascenso y elementos preponderantes para lograrlo.
La revelación: Parece mentira que Ezequiel Cirigliano solo tenga 20 años. Aplomado y sapiente, fue el inevitable iniciador del juego ofensivo del equipo, se ganó la cinco y la cinta con su pisadita de crack y el pase claro al pié del compañero. Lucas Ocampos fue un buen descubrimiento de Almeyda. Poseedor del don del desequilibrio, llamó rápido la atención por lo largo de sus zancadas, lo corto de su gambeta, y el interesante aporte goleador para su puesto. Cuando aprenda a pensar más en el equipo y menos en su lucimiento, será fundamental.
Los pibes: Rogelio y Ramiro Funes Mori, Germán Pezzella, Luciano Abecasis, Leandro González Pírez, Keko Villalva, Leandro Chichizola, los mencionados Cirigliano y Ocampos y los que me olvide. Madurando a tiempo o quemando etapas de prepo, los pibes volvieron a dar la talla sacando la cara por la camiseta que los formó y respondiendo firme en una campaña que los necesitó tal vez más de la cuenta. 
El peor: Quién haya imaginado en Agustín Alayes un líder carismático que comande la defensa, le erró como bizco al timbre. Lo trajeron para cabecear pero cabeceó bastante poco, y encima, los enormes espacios que ofrecía River en su búsqueda ofensiva pusieron en evidencia los problemas de desplazamiento que ocultaba en equipos más chicos y en defensas más cerradas.
Los otros refuerzos: Leo Ponzio pisó fuerte de entrada a pura personalidad. Jugó varios partidos soberbios brindando la lucha y el equilibrio que le faltaba a nuestro mediojuego. Carlos Sánchez y Martín Aguirre la rompieron en el comienzo brindando versatilidad y dinámica, pero perdieron fuerza con el correr de la temporada apagados por la irregularidad. Luciano Vella solo aportó cuotas discretas de su tezón y experiencia. Lo del Maestrico González fue raro. Pasó de no ir ni al banco a ser pieza vital. Almeyda halló en él una confiable usina de juego para auxilir de su ahogo a las figuras. Rindió bien en partidos pesados hasta que un inoportuno desgarro en Tucumán abortó lo bueno que había hecho.
El técnico: Agarró el banco en un acto de arrojo. Almeyda se fue haciendo DT sobre la marcha y aun queda la sensación de faltarle varios minutos de horno. Manejó con bastante temple estar en el ojo de la tormenta. Apostó al futbol de ataque y varió –quizá demasiado- cuando lo creyó necesario. Erro varios planteos, cosa tan cierta como que varios cambios suyos reportaron puntos. No encontró el equipo en 38 partidos. El valor histórico de esta temporada le ha brindado un crédito que deberá con prisa ratificar.
El mejor gol: El 3º de Trezeguet a Ferro, monumental volea con carga de slice en el arco de la Figueroa Alcorta. Mención especial para los chanflazos de Ocampos a Chacarita y de Cavenaghi a Jujuy, y la hilera de toques precisos ante Atlético Tucumán que acabó con la definición de caño del Maestrico González.
El mejor partido: El 1-0 a Instituto. Por el clima de catástrofe inminente, por las ínfulas con que llegaba el rival, y porque fue el punto de inflexión de la campaña. River atacó a la yugular a los cordobeses hasta virtualmente borrarlos de la cancha.
El peor partido: Pecado de subestimación. Atlanta tuvo esa jornada en Vélez un planteo perfecto y una tarde en donde si jugaba al Quini 6 lo ganaba. Fue el único partido donde River fue menos que su rival. Y lo fue por mucho.
La hinchada: La llamaron revolución y así fue. El descenso despertó el orgullo y el país de River se transformó en multitudes conmovedoras buscando una revancha. Afloraron las camisetas en las calles y en los picados, y las canchas se llenaron, y las provincias se conmovieron, y las pantallas se derritieron. Tanta entrega exigió una recompensa que se transformó en carga conforme su demora. El desahogo del final tuvo proporciones bíblicas.
La dirigencia: Passarella -esa es toda la dirigencia- evitó exponerse y fue esa su medida mas sensata. Conforme a un descrédito que avanza, la propia conducción millonaria con sus acciones (y no acciones) se allana un camino que va derechito a la puerta de salida.
Los arbitrajes: El recuerdo fresco de los escándalos de Beligoy, Loustau y Pezzotta debe haber servido para bajar una línea rotunda desde el colegio arbitral: Con River esta vez no. Hubo buenos, discretos y malos arbitrajes, pero todos sobre carriles normales. En las fechas finales, colaboracionistas decisiones (con Maglio y Toia a la cabeza) confirmaron la sensación de que alguien se sentía con la cola sucia.
La Copa Argentina: Empezó siendo un estorbo en el calendario y acabó dejando una pequeña mueca de lástima por la forma en que se escapó. Mayormente usada como tester, la banda le fue tomando el gustito con el correr de las victorias limpias de los pibes, hasta llegar a colocarla como objetivo de campaña. Los penales y Saja pararon el carro en semifinales.
La imagen: Hay miles en este año de constantes temblores. Yo elijo 4. Cavenaghi y el Chori encabezando la salida del equipo el día del debut ante Chacarita. El cerro repleto en Catamarca la noche ante Sportivo Belgrano. El pantalón tinto en sangre de Leonardo Ponzio frente Boca Unidos. Las lágrimas de descarga de Matías Almeyda luego del segundo gol de Trezeguet la tarde del ascenso.