Sebastián Sirni no era un tipo normal. Al menos no para la profesión que eligió desempeñar. Su historia fue una burla para los prototipos y convenciones que a menudo reglamentan ciertas actividades. Y el puesto de arquero está lleno de convenciones. Nos hemos formado suponiendo que para ser guardameta hay que ser alto, fuerte, etc, etc. El caso de Sirni, desde sus llamativos 1.64, demuestra que no necesariamente debe ser así. Porque si el del arquero es el puesto más ingrato, debe haberlo sido el doble para este tipo que apenas alcanzaba a rozar el travesaño con su salto y que fue reforzando su personalidad en base a una tozuda perseverancia por taparle la boca a todos los que decían que con ese físico no podía atajar.
Había surgido de las inferiores de Colegiales, el Club de su barrio, y si llegar a River era ya un logro, jugar en la Primera, permanecer una década y ser golero de La Máquina fue toda una hazaña. Sirni peleo toda su carrera contra la desconfianza. Allí casi siempre perdió. Muy pocas veces pudo borrar de la mente de entrenadores y directivos esa sensación de peligro inminente que brotaba de su esmirriada figura. No era para menos. Visualmente era una tentación. Entraba a la cancha y más que un arquero parecía una mascota. En la foto siempre era el más bajo, salvo que jugara Aarón Wergifker. Solo fue titular en las urgencias o en las buenas rachas, y cada vez que hubo un resquicio disponible, la dirigencia le puso enfrente un colega con mejores condiciones que él.
Siempre corrió en desventaja. Con Juan Poggi (su competencia en 1932) la lucha fue palmo a palmo. Poggi jugó más, pero Sirni fue quién se adueñó del arco en la etapa más caliente del torneo, e incluso fue el portero titular en la famosa final del Gasómetro ante Independiente, cuando River ganó el primer título profesional de su historia. La contratación de Ángel Bossio (la maravilla elástica, hombre de Selección llegado de Talleres de RdE,) practicamente lo borró por los siguientes 3 años. Encontró un hueco a mediados de la temporada de 1936 para producir lo mejor de su carrera. Entre el 36, 37 y 38, jugó 60 de sus 99 partidos oficiales, además de participar activamente en la construcción de dos nuevas vueltas olímpicas.
En 1938 el millonario incorporó al uruguayo Juan Bautista Bezzuso, de quién se decía era el mejor portero de América. A Sirni no le quedó otra que volver a comer banco. Jugó 9 partidos en 1939 y apenas 4 en 1940, tapado ahora por Antonio Rodríguez y el vasco Gregorio Blasco. En 1941 el panorama fue más sombrío aún, Julio Barrios (el sobrio primer portero de La Máquina) pisó fuerte desde su arribo y solo le dio lugar a Sirni para disputar 2 partidos en dos años. Su campaña final fue la de 1943. Jugó los primeros 3 partidos del año, el último de ellos un 3-3 ante Newell’s Old Boys en Núñez. El titular ahora era Eduardo Lettieri.
Sebastián Sirni era un arquero poco ortodoxo y no solo por su altura. Tenía un gran sentido de la ubicación que compensaba con creces su poca talla, y era un extremista a la hora de arriesgar su humanidad con tal de defender la valla. Utilizaba una amplia gama de recursos para alejar el peligro y se decía que atajaba más con las piernas que con las manos. No son muchos en la historia los que pueden contar 5 campeonatos con la banda roja (en realidad 4, si tenemos en cuenta que en 1941 no jugó ni un partido). Así y todo, los que todavía sobreviven de aquellas épocas inolvidables, se siguen haciendo la misma pregunta que invadía a todos cuando saltaba a la cancha: “¿Qué tendrá ese petiso?”.