363 días: Procesión por dentro o exteriorización de tanta mierda contenida.
Cada millonario del mundo tendrá en su relicario su propio catálogo de pruebas
de amor. Ritual de sábados extraviados supeditando el humor semanal a un
resultado, a una pasión potenciada en la mala, fundada en la imperiosa
necesidad de estar, de acompañar lo que sea, de ser fieles con la camiseta y
con todo lo que ella emana. River Plate invitó al desquicio, a la pérdida de la
compostura, haciendo que en este casi año imborrable conozcamos las mil caras
del amor de la forma más violenta, descarnada y encantadora que pueda
existir.
La B Nacional: Al
infierno tan temido hubo que atravesarlo sorteando peligros a cada fecha. 19
equipos, 38 cotejos, todas finales del mundo para adversarios dispuestos a
correr hasta la desesperación con tal de una tapa de diario. No obstante, River
tuvo todo para que el ascenso decante por si solo con el correr de los
partidos, pero sus presiones y (hay que decirlo) las grandes campañas de sus
rivales, boicotearon su evidente diferencia de jerarquía. No jugó más desde el
partido en Rosario y lo pagó con sufrimiento, pero nadie podrá discutir que al
torneo de ascenso más competitivo de la historia lo ganó el mejor equipo.
El equipo: Las llegadas
de Trezeguet y Ponzio alternaron planes y esquemas. Lo que era un 4-4-2 inamovible
rotó a un 4-3-1-2 o un 3-4-3 o un 4-3-3 según la ocasión. Fue una movida
arriesgada. En la 2da rueda River perdió frescura y sorpresa pero ganó –relativamente-
en contundencia y clase. Pasó sofocones grosos por una defensa de precariedad
alarmante y un arquero dubitativo. Pero siempre fue, apostando al fútbol y la
calidad individual, virtud demostrada a medias por culpa de un insoluble
defecto: No saber abrir o cerrar los partidos cuando debía.
El mejor: David
Trezeguet. Determinante e indispensable para explicar el ascenso. Más alla
de todos los elogios ya dispensados, un dato de la realidad lo explica todo: 13
goles en 19 partidos, todos (salvo el 3º a Indep. Rivadavia y el 4º a
Desamparados) sirvieron para encaminar, definir o confirmar resultados
positivos.
Los referentes: Cavenaghi
y Domínguez enarbolaron el estandarte a riesgo de ser los primeros de caer
en la volteada ante un hipotético fracaso. Resignaron guita volviendo por la
gloria y bancaron con personalidad momentos álgidos. Cavenaghi depreció su
nivel con la llegada de Trezeguet, pero fue durante buena parte del torneo (con
juego y goles) la figura que esperabamos. Lo mismo cabe para el Chori, pero su
habilidad y desequilibrio entraron –sobre todo en la 2ª rueda- frecuentemente
en lagunas mentales que lo perjudicaron. Fueron los fundadores de la ilusión
del ascenso y elementos preponderantes para lograrlo.
La revelación: Parece
mentira que Ezequiel Cirigliano solo tenga 20 años. Aplomado y sapiente,
fue el inevitable iniciador del juego ofensivo del equipo, se ganó la cinco y
la cinta con su pisadita de crack y el pase claro al pié del compañero. Lucas
Ocampos fue un buen descubrimiento de Almeyda. Poseedor del don del
desequilibrio, llamó rápido la atención por lo largo de sus zancadas, lo corto
de su gambeta, y el interesante aporte goleador para su puesto. Cuando aprenda
a pensar más en el equipo y menos en su lucimiento, será fundamental.
Los pibes: Rogelio y
Ramiro Funes Mori, Germán Pezzella, Luciano Abecasis, Leandro González Pírez,
Keko Villalva, Leandro Chichizola, los mencionados Cirigliano y Ocampos
y los que me olvide. Madurando a tiempo o quemando etapas de prepo, los pibes
volvieron a dar la talla sacando la cara por la camiseta que los formó y
respondiendo firme en una campaña que los necesitó tal vez más de la
cuenta.
El peor: Quién haya
imaginado en Agustín Alayes un líder carismático que comande la defensa,
le erró como bizco al timbre. Lo trajeron para cabecear pero cabeceó bastante
poco, y encima, los enormes espacios que ofrecía River en su búsqueda ofensiva
pusieron en evidencia los problemas de desplazamiento que ocultaba en equipos
más chicos y en defensas más cerradas.
Los otros refuerzos: Leo
Ponzio pisó fuerte de entrada a pura personalidad. Jugó varios partidos
soberbios brindando la lucha y el equilibrio que le faltaba a nuestro
mediojuego. Carlos Sánchez y Martín Aguirre la rompieron en el comienzo brindando
versatilidad y dinámica, pero perdieron fuerza con el correr de la temporada
apagados por la irregularidad. Luciano Vella solo aportó cuotas
discretas de su tezón y experiencia. Lo del Maestrico González fue raro. Pasó
de no ir ni al banco a ser pieza vital. Almeyda halló en él una confiable usina
de juego para auxilir de su ahogo a las figuras. Rindió bien en partidos
pesados hasta que un inoportuno desgarro en Tucumán abortó lo bueno que había
hecho.
El técnico: Agarró el
banco en un acto de arrojo. Almeyda se fue haciendo DT sobre la marcha y
aun queda la sensación de faltarle varios minutos de horno. Manejó con bastante
temple estar en el ojo de la tormenta. Apostó al futbol de ataque y varió
–quizá demasiado- cuando lo creyó necesario. Erro varios planteos, cosa tan
cierta como que varios cambios suyos reportaron puntos. No encontró el equipo
en 38 partidos. El valor histórico de esta temporada le ha brindado un crédito
que deberá con prisa ratificar.
El mejor gol: El 3º de Trezeguet
a Ferro, monumental volea con carga de slice en el arco de la Figueroa Alcorta.
Mención especial para los chanflazos de Ocampos a Chacarita y de Cavenaghi a
Jujuy, y la hilera de toques precisos ante Atlético Tucumán que acabó con la
definición de caño del Maestrico González.
El mejor partido: El 1-0 a Instituto. Por el clima de
catástrofe inminente, por las ínfulas con que llegaba el rival, y porque fue el
punto de inflexión de la campaña. River atacó a la yugular a los cordobeses
hasta virtualmente borrarlos de la cancha.
El peor partido: Pecado
de subestimación. Atlanta tuvo esa jornada en Vélez un planteo perfecto y una
tarde en donde si jugaba al Quini 6 lo ganaba. Fue el único partido donde River
fue menos que su rival. Y lo fue por mucho.
La hinchada: La llamaron
revolución y así fue. El descenso despertó el orgullo y el país de River se
transformó en multitudes conmovedoras buscando una revancha. Afloraron las
camisetas en las calles y en los picados, y las canchas se llenaron, y las
provincias se conmovieron, y las pantallas se derritieron. Tanta entrega exigió
una recompensa que se transformó en carga conforme su demora. El desahogo del
final tuvo proporciones bíblicas.
La dirigencia: Passarella
-esa es toda la dirigencia- evitó exponerse y fue esa su medida mas sensata.
Conforme a un descrédito que avanza, la propia conducción millonaria con sus
acciones (y no acciones) se allana un camino que va derechito a la puerta de
salida.
Los arbitrajes: El recuerdo
fresco de los escándalos de Beligoy, Loustau y Pezzotta debe haber servido para
bajar una línea rotunda desde el colegio arbitral: Con River esta vez no. Hubo
buenos, discretos y malos arbitrajes, pero todos sobre carriles normales. En
las fechas finales, colaboracionistas decisiones (con Maglio y Toia a la
cabeza) confirmaron la sensación de que alguien se sentía con la cola sucia.
La Copa Argentina: Empezó
siendo un estorbo en el calendario y acabó dejando una pequeña mueca de lástima
por la forma en que se escapó. Mayormente usada como tester, la banda le fue
tomando el gustito con el correr de las victorias limpias de los pibes, hasta
llegar a colocarla como objetivo de campaña. Los penales y Saja pararon el
carro en semifinales.
La imagen: Hay miles en
este año de constantes temblores. Yo elijo 4. Cavenaghi y el Chori encabezando
la salida del equipo el día del debut ante Chacarita. El cerro repleto en
Catamarca la noche ante Sportivo Belgrano. El pantalón tinto en sangre de
Leonardo Ponzio frente Boca Unidos. Las lágrimas de descarga de Matías Almeyda
luego del segundo gol de Trezeguet la tarde del ascenso.