Permitámonos por un momento viajar a cualquier noche del 40. A la calle Corrientes, al Once, al Abasto, crucemos el umbral del Tibidabo, y acodémonos en un rincón para ver a ese gordo de fabuloso smoking sentarse en una banqueta y desangrar las notas de su bandoneón, fueye con el que arrugaba sentimientos, como el ronronear de una animal triste. Aníbal Troilo vivía y pensaba la realidad como un enorme y prolongado tango. Decía: “El tono de la gente triste es el Re menor. Re, Fa. La, es el acorde de los pobres, porque tiene color gris. La gente que sufre, esa está toda en Re menor”.
Permitámonos también en este viaje imaginario volar a ese barrio de Núñez de los años 40, donde todo era tan nuevo que algunas cosas todavía no tenían nombre. A esa herradura de cemento joven, y acomodarnos al lado del mismo gordo enfundado ahora de elegante sport, para alentar esa casaca vestida por un grupo de artistas del balón, que horas antes habían bailado largo y tendido sus tangos en la noche porteña.
El mito de Pichuco se construyó desde abajo, como los mismos cimientos del Monumental, inaugurado en los años en que comenzaba a ganarse un nombre con su orquesta en el circuito de clubes y firulos donde el tango era Rey. River fue siempre parte esencial en su existencia. Era el socio Nº 814. Hubo un tiempo en que Aníbal no se perdía un partido de la banda, pero la añoranza de esos años locos de La Máquina, y la muerte de Paquito, su asistente y compañero fiel de las tardes de tribuna, lo sumieron en una nostalgia que lo fue alejando de las canchas para siempre.
Troilo hacía hablar al bandoneón. Un prodigio técnico y un inspirado compositor de piezas tangueras destinadas a la inmortalidad. Sur, Responso, Quejas de bandoneón, Discepolín, La última curda. Sus duplas con Cátulo Castillo, Lucio Demare o Roberto Grela son inolvidables. Bajo su ala protectora surgieron soberbios intérpretes de la música ciudadana como Francisco Florentino, Alberto Marino, Floreal Ruíz, Edmundo Rivero, Roberto Goyeneche. Vivió sus días gloria con una humildad que fue ejemplo. Era refinado. Era generoso. Lo acompañaron siempre Zita, el amor de su vida (Troilo con pollera, como la definió Horacio Ferrer); Su fueye alado; Sus mil y una copas de alcohol, y la secreta esperanza de reencontrarse con River en cualquier esquina de la vida. Justo la nueva esperanza desatada en 1975, lo estaba entusiasmando para cantar volver, cuando la muerte lo encontró mal parado y bien bebido ese triste 18 de mayo del 75. Un tango lloró su pena junto a su lápida, y una simbólica bandera roja y blanca quedó a media asta para toda la eternidad.
Había nacido en el Abasto en 1914, aunque su crianza se desarrolló en el barrio de Palermo. Tal vez desde esa cercanía geográfica con el viejo reducto de Alvear y Tagle haya que rastrear su enorme afición por el fútbol y por River Plate en particular. Era amigo de los cracks de la época. Bernabé, Moreno, Adolfo, Labruna, Pipo Rossi eran seguidores de su orquesta se presente donde se presente. Esa que brilló por décadas y que hizo del sonido de su bandoneon un símbolo de Buenos Aires tan grande como el obelisco.
Amo a su ciudad, a su música y a su River. Regaló el talento que Dios le dio. Fue un Porteño de ley, melancólico, bohemio, amiguero. Antes de morir deslizó aquella frase que es ya uno de sus slogans mas famosos: “Yo nunca me voy a ir, ¿Cómo me voy a ir?, si siempre estoy volviendo”. Cumplió. Pichuco nunca se fue. Vuelve seguido en cada recuerdo en forma de tango.
Permitámonos también en este viaje imaginario volar a ese barrio de Núñez de los años 40, donde todo era tan nuevo que algunas cosas todavía no tenían nombre. A esa herradura de cemento joven, y acomodarnos al lado del mismo gordo enfundado ahora de elegante sport, para alentar esa casaca vestida por un grupo de artistas del balón, que horas antes habían bailado largo y tendido sus tangos en la noche porteña.
El mito de Pichuco se construyó desde abajo, como los mismos cimientos del Monumental, inaugurado en los años en que comenzaba a ganarse un nombre con su orquesta en el circuito de clubes y firulos donde el tango era Rey. River fue siempre parte esencial en su existencia. Era el socio Nº 814. Hubo un tiempo en que Aníbal no se perdía un partido de la banda, pero la añoranza de esos años locos de La Máquina, y la muerte de Paquito, su asistente y compañero fiel de las tardes de tribuna, lo sumieron en una nostalgia que lo fue alejando de las canchas para siempre.
Troilo hacía hablar al bandoneón. Un prodigio técnico y un inspirado compositor de piezas tangueras destinadas a la inmortalidad. Sur, Responso, Quejas de bandoneón, Discepolín, La última curda. Sus duplas con Cátulo Castillo, Lucio Demare o Roberto Grela son inolvidables. Bajo su ala protectora surgieron soberbios intérpretes de la música ciudadana como Francisco Florentino, Alberto Marino, Floreal Ruíz, Edmundo Rivero, Roberto Goyeneche. Vivió sus días gloria con una humildad que fue ejemplo. Era refinado. Era generoso. Lo acompañaron siempre Zita, el amor de su vida (Troilo con pollera, como la definió Horacio Ferrer); Su fueye alado; Sus mil y una copas de alcohol, y la secreta esperanza de reencontrarse con River en cualquier esquina de la vida. Justo la nueva esperanza desatada en 1975, lo estaba entusiasmando para cantar volver, cuando la muerte lo encontró mal parado y bien bebido ese triste 18 de mayo del 75. Un tango lloró su pena junto a su lápida, y una simbólica bandera roja y blanca quedó a media asta para toda la eternidad.
Había nacido en el Abasto en 1914, aunque su crianza se desarrolló en el barrio de Palermo. Tal vez desde esa cercanía geográfica con el viejo reducto de Alvear y Tagle haya que rastrear su enorme afición por el fútbol y por River Plate en particular. Era amigo de los cracks de la época. Bernabé, Moreno, Adolfo, Labruna, Pipo Rossi eran seguidores de su orquesta se presente donde se presente. Esa que brilló por décadas y que hizo del sonido de su bandoneon un símbolo de Buenos Aires tan grande como el obelisco.
Amo a su ciudad, a su música y a su River. Regaló el talento que Dios le dio. Fue un Porteño de ley, melancólico, bohemio, amiguero. Antes de morir deslizó aquella frase que es ya uno de sus slogans mas famosos: “Yo nunca me voy a ir, ¿Cómo me voy a ir?, si siempre estoy volviendo”. Cumplió. Pichuco nunca se fue. Vuelve seguido en cada recuerdo en forma de tango.