Saliendo por el túnel de Maine Road una piña helada los estremece. Hace un frío inolvidable y las casacas abotonadas no atajan nada en absoluto. La nieve de la noche ha sido apartada a duras penas del campo de juego, dejando un suelo barroso que se hunde con las pisadas. Es la tarde del 2 de Febrero de 1952 en Manchester. Las tribunas del estadio se difuminan en sus contornos superiores por una espesa bruma que no tardará en convertirse en llovizna. Parados en el círculo central, levanta las manos hacia una multitud indiferente, pero especialmente para un grupito de muchachos que gritan "¡¡Ar-gen-tina!!" desde lo alto. Son los tripulantes del buque Eva Perón, anclada en el puerto ese domingo.
Cuesta recrear las sensaciones experimentadas por el plantel de River esa jornada inolvidable en Inglaterra. Camino al estadio habrán observado boquiabiertos las huellas de centenares de edificios bombardeados al tronar de la segunda guerra. Hay ojeras indisimulables en la delegación producto de la fatiga ya crónica de un viaje demencial. La aventura iniciada en diciembre de 1951 arribaba a su punto culminante trayendo consigo un desafío demasiado seductor: Ganar por primera vez en la tierra de los inventores del fútbol.
De amistoso solo el rótulo. El juego se vende como un choque de estilos, y la clase obrera –sustento popular del City- abarrota las tribunas del viejo estadio. Nadie regala nada. River es consiente del valor histórico de lo que está en juego. La gloria, el reconocimiento, el orgullo. Los ingleses lo hacen para defender lo que ellos todavía consideran una verdad irrefutable: Su dominio mundial en el planeta fútbol. Han escuchado que hace unos años en Argentina existió un equipo al que llamaban La Maquina, y que cambió para siempre los parámetros del juego. Había un clamor popular por redimir esa herida en el orgullo, y esa tarde era su chance.
Pero con la pelota rodando la verdad aflora notablemente. River hace la ilógica y sale directo a la yugular. En 10 minutos ya está 2-0, merced a una ráfaga de Labruna. Los ingleses son más rápidos y más fuertes pero corren detrás del balón como un perrito inexperto. A los 25, Brannagan y Hannaway cargan flojitos ante Vernazza y terminan desparramados en el lodo. Guito esquiva al arquero y se mete con pelota y todo en la valla local. El estupor es inenarrable. Un rato mas tarde descuenta Meadow, pero al baile sigue su curso. A 4 del final Walter Gómez se despega de su marca con un amague, juega la pared con Labruna y define cruzado y bajó para el 4-1. No vuela una mosca cuando suena el pitazo final de la etapa. Nadie lo puede creer.
Para el complemento la historia cambia. Además del City, River juega los 45 finales ante dos rivales inexpugnables. El campo de juego y el árbitro. La cancha, que en el primer tiempo está blanda y despareja, es ahora una ciénaga que se agranda con la llovizna que no cesa. Los locales sienten el apuro de la vergüenza y meten pata en forma desmedida y temeraria. Los ampara Mister Mortimer, juez del partido, que opta por hacerse olímpicamente el pelotudo y juega decididamente a favor del empate de los locales.
El millonario arranca tranquilo, pero pronto se da cuenta que las piernas no le responden. Hay fatiga en los músculos y el barro no ayuda. En esa época no hay cambios, hay que aguantar. A los 10 Clark anota el segundo luego de un centro de Hart, y los locales se vienen al humo. A los 25 hay un borbollón en el área, caen abrazados dos jugadores, se oye un estallido alienado de la gente y el juez marca el esperado penalcito de cortesía. Lo ejecuta Revie y pone el 3-4. Es en ese momento de confusión y euforia rival, cuando aflora la estirpe ganadora de ese gran equipo. Walter Gómez y Loustau se hacen enormes en los veinte finales con el solo hecho de tener el balón en sus pies, enfrían el ritmo, estrujan el reloj. Pacha Yácono, José Ramos y Héctor Ferrari le ponen rigor a sus marcajes, y Amadeo Carrizo ahoga ilusiones descolgando los mil y un centros que caen en el final.
Hay un último intento, un último centro, un último rechazo de cabeza. Hay tres pitazos secos no muy convencidos que se escuchan entre el desencanto. Una treintena de gritos copa el gélido crepúsculo de Manchester. Hay abrazos entre esos 11 hombres conmovidos empapados en fango. Los suplentes de buzos grises, se suman engarrotados al delirio. Alguien ingresa agitando una bandera, es Machín, el masajista. Alguien camina parsimonioso, saludando a los derrotados con respeto y orgullo, es José María Minella, el DT. Alguien, puro en boca y enfundado en un soberbio gabán, baja de las tribunas y se mete en el campo de juego sin empacho de embarrar sus costosos zapatos, es Antonio Liberti, y está exultante.
Carrizo; Ramos y Soria; Yácono, Spada y Ferrari; Vernazza, Prado, Gómez, Labruna y Loustau fueron por River. Trautmann; Brannagan y Hannaway; Paul, Rigby y Phoenix; Hart, Revie, Meadow, Broadis y Clarke lo hicieron por el local. Hoy, el City es propiedad de un magnate multimillonario, que a acumulado un plantel de estrellas para vender camisetas y lavar sus petrodólares. El estadio de Maine Road fue demolido en 2004 y en sus ruinas históricas se erigió un burdo estacionamiento. River sobrevive a los ponchazos una realidad mediocre, añorando años buenos y no tan lejanos. Del partido que le dio el primer triunfo a un equipo argentino en tierras inglesas, solo quedan estos recuerdos imborrables, y un obsequio en forma de pelota, en un lugar privilegiado del Museo del Monumental.
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VER CAMPAÑA 1952
Cuesta recrear las sensaciones experimentadas por el plantel de River esa jornada inolvidable en Inglaterra. Camino al estadio habrán observado boquiabiertos las huellas de centenares de edificios bombardeados al tronar de la segunda guerra. Hay ojeras indisimulables en la delegación producto de la fatiga ya crónica de un viaje demencial. La aventura iniciada en diciembre de 1951 arribaba a su punto culminante trayendo consigo un desafío demasiado seductor: Ganar por primera vez en la tierra de los inventores del fútbol.
De amistoso solo el rótulo. El juego se vende como un choque de estilos, y la clase obrera –sustento popular del City- abarrota las tribunas del viejo estadio. Nadie regala nada. River es consiente del valor histórico de lo que está en juego. La gloria, el reconocimiento, el orgullo. Los ingleses lo hacen para defender lo que ellos todavía consideran una verdad irrefutable: Su dominio mundial en el planeta fútbol. Han escuchado que hace unos años en Argentina existió un equipo al que llamaban La Maquina, y que cambió para siempre los parámetros del juego. Había un clamor popular por redimir esa herida en el orgullo, y esa tarde era su chance.
Pero con la pelota rodando la verdad aflora notablemente. River hace la ilógica y sale directo a la yugular. En 10 minutos ya está 2-0, merced a una ráfaga de Labruna. Los ingleses son más rápidos y más fuertes pero corren detrás del balón como un perrito inexperto. A los 25, Brannagan y Hannaway cargan flojitos ante Vernazza y terminan desparramados en el lodo. Guito esquiva al arquero y se mete con pelota y todo en la valla local. El estupor es inenarrable. Un rato mas tarde descuenta Meadow, pero al baile sigue su curso. A 4 del final Walter Gómez se despega de su marca con un amague, juega la pared con Labruna y define cruzado y bajó para el 4-1. No vuela una mosca cuando suena el pitazo final de la etapa. Nadie lo puede creer.
Para el complemento la historia cambia. Además del City, River juega los 45 finales ante dos rivales inexpugnables. El campo de juego y el árbitro. La cancha, que en el primer tiempo está blanda y despareja, es ahora una ciénaga que se agranda con la llovizna que no cesa. Los locales sienten el apuro de la vergüenza y meten pata en forma desmedida y temeraria. Los ampara Mister Mortimer, juez del partido, que opta por hacerse olímpicamente el pelotudo y juega decididamente a favor del empate de los locales.
El millonario arranca tranquilo, pero pronto se da cuenta que las piernas no le responden. Hay fatiga en los músculos y el barro no ayuda. En esa época no hay cambios, hay que aguantar. A los 10 Clark anota el segundo luego de un centro de Hart, y los locales se vienen al humo. A los 25 hay un borbollón en el área, caen abrazados dos jugadores, se oye un estallido alienado de la gente y el juez marca el esperado penalcito de cortesía. Lo ejecuta Revie y pone el 3-4. Es en ese momento de confusión y euforia rival, cuando aflora la estirpe ganadora de ese gran equipo. Walter Gómez y Loustau se hacen enormes en los veinte finales con el solo hecho de tener el balón en sus pies, enfrían el ritmo, estrujan el reloj. Pacha Yácono, José Ramos y Héctor Ferrari le ponen rigor a sus marcajes, y Amadeo Carrizo ahoga ilusiones descolgando los mil y un centros que caen en el final.
Hay un último intento, un último centro, un último rechazo de cabeza. Hay tres pitazos secos no muy convencidos que se escuchan entre el desencanto. Una treintena de gritos copa el gélido crepúsculo de Manchester. Hay abrazos entre esos 11 hombres conmovidos empapados en fango. Los suplentes de buzos grises, se suman engarrotados al delirio. Alguien ingresa agitando una bandera, es Machín, el masajista. Alguien camina parsimonioso, saludando a los derrotados con respeto y orgullo, es José María Minella, el DT. Alguien, puro en boca y enfundado en un soberbio gabán, baja de las tribunas y se mete en el campo de juego sin empacho de embarrar sus costosos zapatos, es Antonio Liberti, y está exultante.
Carrizo; Ramos y Soria; Yácono, Spada y Ferrari; Vernazza, Prado, Gómez, Labruna y Loustau fueron por River. Trautmann; Brannagan y Hannaway; Paul, Rigby y Phoenix; Hart, Revie, Meadow, Broadis y Clarke lo hicieron por el local. Hoy, el City es propiedad de un magnate multimillonario, que a acumulado un plantel de estrellas para vender camisetas y lavar sus petrodólares. El estadio de Maine Road fue demolido en 2004 y en sus ruinas históricas se erigió un burdo estacionamiento. River sobrevive a los ponchazos una realidad mediocre, añorando años buenos y no tan lejanos. Del partido que le dio el primer triunfo a un equipo argentino en tierras inglesas, solo quedan estos recuerdos imborrables, y un obsequio en forma de pelota, en un lugar privilegiado del Museo del Monumental.
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VER CAMPAÑA 1952
6 comentarios:
Que magnífica descripción del partido que nos transporta por un rato miesntras lo leemos a ese invierno crudo de Manchester . Cuanto orgullo de saber que ese partido se jugó a cara de perro y se pudo ganar como sea quizás emulando a nuestra situación actual y con la coincidencia de los 2 salvadores Carrizo's .
Excelente post. Si este partido hubiese sido ganado por los bosteros, seguro lo estarían contando como una copa mas para su lista de títulos, je
El Revie del City es Don Revie? El que luego fue DT del Leeds y la selección inglesa en los 70s?
Gran post acorde a la grandeza de nuestra historia
Exacto George.
El mismo Don Revie.
Fue DT de Leeds como 15 años y despues dirigió la Seleccion en la previa del mundial de Argentina. Como no clasificó. Fue.
Aunque sea una costumbre de este blog no dejan de sorprender estos posteos brillantes.
Me parece que la pelota sigue estando en el hall, si es así le saco una foto y la mando.
Un abrazo
Puede ser lo de la pelota.
Me pareció verla en el museo cuando fui a visitarlo, pero tal vez me haya confundido con el Hall del Monumental.
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